jueves, 16 de enero de 2014

Cenicienta de nombre (2)

Y aquí la segunda y última parte. Espero que os guste =)

El baile ya había comenzado cuando llegó, estaba lleno de gente, había chicas de todas las edades y formas, lo único que tenían todas en común, era que iban vestidas con finísimas vestimentas y carísimas joyas. Todas menos Cenicienta. El príncipe, por su parte, vestía lo que estaba obligado a vestir, sus galas reales, ni más, ni menos. Se paseaba por entre las asistentes, concediendo bailes educadamente, pero sin mucho interés. Las chicas que bailaban con él eran algunas bellísimas, otras no tanto, pero el caso es que ninguna llamaba la atención del príncipe. Estaba pensando en sus cosas, estaba ausente, como si se sintiera fuera de lugar entre tanta gente que conocía y que realmente, no quería conocer. Entonces la vio, entre faldas, volantes y pomposos vestidos estaba Cenicienta, con su sencillez, con su simple vestido azul y no más joya que la pulsera de tela que le había regalado su ya difunta madre. Caminaba asombrada, mirando el palacio con la boca abierta, intentando asimilar tanta grandeza en tan poco espacio de tiempo. El príncipe se le acercó, despertándola de su ensimismamiento, y le pidió bailar. Era la primera chica a la que el príncipe pedía bailar, él expresamente se ofreció a bailar con ella, y no al revés. Nadie entendía nada, el resto asistentes miraba a Cenicienta con desconcierto. ¿Por qué esa chica que ni llevaba joyas ni vestía un elaborado traje estaba bailando con el príncipe? Ni siquiera el rey y la reina salían de su asombro. El príncipe bailó con Cenicienta durante un largo rato, y mientras bailaban, hablaban. Se contaron cosas el uno del otro, primero cosas sin importancia, luego cosas que les hacían reírse… y seguían así bailando y bailando. El tiempo pasó volando, ni se dio cuenta Cenicienta de que ya eran casi las 3. Sobresaltada se despidió del príncipe, pidiendo perdón por la abrupta despedida, y salió corriendo del palacio hacia su caballo que fielmente le esperaba aún en el establo comiéndose un buen trozo de queso. Galopó a toda velocidad a su casa, donde su madrastra aún la esperaba despierta, incapaz de pegar ojo sabiendo que su pequeña aún estaba por ahí. Tuvo la mala fortuna Cenicienta de que al bajar los escalones del portón de palacio  había perdido uno de sus zapatos sin siquiera darse cuenta. El príncipe, que la había seguido, sí se percató y lo recogió, buscando a Cenicienta con la mirada, pero en vano. Ya se había ido.
Al día siguiente, pese a las protestas del rey y la reina, el príncipe salió en busca de la persona a la que le viniera bien el zapato que había encontrado el día anterior. Muchas mujeres intentaron ponérselo, y algunas incluso lo consiguieron, pero con tan sólo hablar con el príncipe unos segundos, él en seguida sabía que ninguna de esas era la que él buscaba. Uno de los hermanastros de Cenicienta se enteró de la noticia mientras hacía un recado, y fue corriendo a avisarla. Cenicienta no se arregló, ni tampoco salió corriendo al encuentro del príncipe, no era su estilo. Ella simplemente esperó paciente a que él llegara, si es que tenía que llegar. Finalmente, eso ocurrió, el príncipe entró en la casa de Cenicienta, acompañado por sus escoltas reales, y la vio, de pie en un silla, limpiando junto con sus hermanastros la chimenea y cubierta de cenizas. Ella saludó al príncipe con una burla de reverencia, y él no necesitó hacerle probar el zapato para saber que era ella. Curiosos ante la imagen, los guardias reales que le acompañaban le preguntaron al príncipe que por qué ella de entre todas las chicas bellas y bien vestidas que habían acudido al baile. El príncipe, todavía sonriente por haber encontrado a la chica del baile, contestó: “Fue la única que no vino a mi, sino al baile, y la única que no se disfrazó de alguien o algo que no era sólo para causarme mejor impresión. Ese es el tipo de chica que quiero.” Nadie tuvo nada que objetar a aquellas sabias palabras y el príncipe se acercó un poco más hacia donde ella estaba. Cenicienta bajó de la silla, cubierta de ceniza, y cogió el zapato que el príncipe sostenía aún en su mano. Se lo colocó con cuidado de no caerse, y cogiendo al príncipe de la mano, contestó: “Creo que te debo el baile que anoche no pudimos terminar”.


Y así, en mitad del salón de una casa antigua, una chica cubierta de ceniza bailó con un príncipe, cubriéndolo de ceniza también, porque al final del día, príncipe o plebeya, los dos eran personas y los dos querían bailar.

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