Y aquí la segunda y última parte. Espero que os guste =)
El baile ya había comenzado
cuando llegó, estaba lleno de gente, había chicas de todas las edades y formas,
lo único que tenían todas en común, era que iban vestidas con finísimas
vestimentas y carísimas joyas. Todas menos Cenicienta. El príncipe, por su
parte, vestía lo que estaba obligado a vestir, sus galas reales, ni más, ni
menos. Se paseaba por entre las asistentes, concediendo bailes educadamente,
pero sin mucho interés. Las chicas que bailaban con él eran algunas bellísimas,
otras no tanto, pero el caso es que ninguna llamaba la atención del príncipe.
Estaba pensando en sus cosas, estaba ausente, como si se sintiera fuera de
lugar entre tanta gente que conocía y que realmente, no quería conocer.
Entonces la vio, entre faldas, volantes y pomposos vestidos estaba Cenicienta,
con su sencillez, con su simple vestido azul y no más joya que la pulsera de
tela que le había regalado su ya difunta madre. Caminaba asombrada, mirando el
palacio con la boca abierta, intentando asimilar tanta grandeza en tan poco
espacio de tiempo. El príncipe se le acercó, despertándola de su
ensimismamiento, y le pidió bailar. Era la primera chica a la que el príncipe
pedía bailar, él expresamente se ofreció a bailar con ella, y no al revés. Nadie
entendía nada, el resto asistentes miraba a Cenicienta con desconcierto. ¿Por
qué esa chica que ni llevaba joyas ni vestía un elaborado traje estaba bailando
con el príncipe? Ni siquiera el rey y la reina salían de su asombro. El
príncipe bailó con Cenicienta durante un largo rato, y mientras bailaban,
hablaban. Se contaron cosas el uno del otro, primero cosas sin importancia,
luego cosas que les hacían reírse… y seguían así bailando y bailando. El tiempo
pasó volando, ni se dio cuenta Cenicienta de que ya eran casi las 3.
Sobresaltada se despidió del príncipe, pidiendo perdón por la abrupta
despedida, y salió corriendo del palacio hacia su caballo que fielmente le
esperaba aún en el establo comiéndose un buen trozo de queso. Galopó a toda
velocidad a su casa, donde su madrastra aún la esperaba despierta, incapaz de
pegar ojo sabiendo que su pequeña aún estaba por ahí. Tuvo la mala fortuna
Cenicienta de que al bajar los escalones del portón de palacio había perdido uno de sus zapatos sin siquiera darse
cuenta. El príncipe, que la había seguido, sí se percató y lo recogió, buscando
a Cenicienta con la mirada, pero en vano. Ya se había ido.
Al día siguiente, pese a las
protestas del rey y la reina, el príncipe salió en busca de la persona a la que
le viniera bien el zapato que había encontrado el día anterior. Muchas mujeres
intentaron ponérselo, y algunas incluso lo consiguieron, pero con tan sólo
hablar con el príncipe unos segundos, él en seguida sabía que ninguna de esas
era la que él buscaba. Uno de los hermanastros de Cenicienta se enteró de la
noticia mientras hacía un recado, y fue corriendo a avisarla. Cenicienta no se
arregló, ni tampoco salió corriendo al encuentro del príncipe, no era su
estilo. Ella simplemente esperó paciente a que él llegara, si es que tenía que
llegar. Finalmente, eso ocurrió, el príncipe entró en la casa de Cenicienta,
acompañado por sus escoltas reales, y la vio, de pie en un silla, limpiando
junto con sus hermanastros la chimenea y cubierta de cenizas. Ella saludó al príncipe
con una burla de reverencia, y él no necesitó hacerle probar el zapato para
saber que era ella. Curiosos ante la imagen, los guardias reales que le
acompañaban le preguntaron al príncipe que por qué ella de entre todas las
chicas bellas y bien vestidas que habían acudido al baile. El príncipe, todavía
sonriente por haber encontrado a la chica del baile, contestó: “Fue la única
que no vino a mi, sino al baile, y la única que no se disfrazó de alguien o
algo que no era sólo para causarme mejor impresión. Ese es el tipo de chica que
quiero.” Nadie tuvo nada que objetar a aquellas sabias palabras y el príncipe
se acercó un poco más hacia donde ella estaba. Cenicienta bajó de la silla,
cubierta de ceniza, y cogió el zapato que el príncipe sostenía aún en su mano.
Se lo colocó con cuidado de no caerse, y cogiendo al príncipe de la mano,
contestó: “Creo que te debo el baile que anoche no pudimos terminar”.
Y así, en mitad del salón de
una casa antigua, una chica cubierta de ceniza bailó con un príncipe, cubriéndolo
de ceniza también, porque al final del día, príncipe o plebeya, los dos eran
personas y los dos querían bailar.
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