domingo, 19 de enero de 2014

Mojémonos


Empezó a llover a mares. Habían caído cuatro gotas hacía a penas unos minutos antes, pero estaba demasiado lejos de casa como para volver a por un paraguas o un chubasquero. Exactamente a 400 km de casa, una distancia que posiblemente habría terminado de cubrir para cuando ya hubiera dejado de llover. Suspiré y me lamenté en silencio por no haber sido lo suficientemente precavido de mirar el tiempo antes de salir de casa esa mañana.

Eran las 19.00 y yo me encontraba en mitad de ninguna parte, perdido en una ciudad que conocía bastante poco y lo único que me consolaba en aquellos instantes era la cantidad de abrigo que llevaba puesto que amortiguaba por completo el frío helado que intentaba calar mis huesos, afortunadamente, sin éxito. Y ahí estaba yo, debajo de de aquella cornisa, en frente del Auditorio Nacional de Música, esperando pacientemente desde hacía ya varios minutos, y posiblemente aún tuviera que esperar media hora más. 
La lluvia seguía golpeando fuerte y sin piedad las calles pavimentadas, rebotando las gotas de agua en él, y empapando poco a poco mis zapatillas y el camal de mis pantalones. La gente pasaba a toda velocidad por la calle, en una dirección y en la otra, nadie se paraba a mirar al resto, y todos parecían sumidos en sus pensamientos mientras al margen de todo, compartían un objetivo común. Llegar a sus destinos lo antes posible para salir de aquella tormentosa lluvia que seguía implacable aguando las vidas de todo aquel madrileño que estuviera paseando por las calles.

Por alguna extraña razón, no me molestaba en absoluto la idea de avanzar un par de pasos hacia la acera y dejar que la lluvia cayera sobre mi libremente. Pero no lo hice, no habría parecido muy normal, y posiblemente tampoco habría sido muy práctico, así que continué esperando debajo de aquella cornisa, pacientemente, mientras en mi cabeza repasaba de manera mecánica las melodías de la música que se estaba interpretando en el interior del auditorio. Habría dado cualquier cosa por estar dentro, y no sólo por huir de la lluvia, pero sabía que para ella era algo más complicado y estresante que lo que yo podía pensar, y había decidido en secreto que no iría a verla jamás, hasta que ella no me lo pidiera a mi. Y desde que me hice esa promesa, tuve una historia más con la que entretenerme antes de dormir, imaginando y pensando en ese maravilloso momento en el que ella considerara que mi presencia en una de sus actuaciones iba a ocasionarle más ilusión que incomodidad o nervios. Me encantaba soñar despierto antes de dormir.

Mientras estaba sumido en mis pensamientos, escuché cómo se abría la puerta de detrás de mi. Podría haber sido cualquiera, muchas personas cruzaban esa puerta a lo largo del día, pero por algún extraño motivo fue tan sólo esa vez cuando me giré. Sonrojada por el calor de la calefacción del edificio y los nervios de la actuación, vestida con unos vaqueros oscuros y arropada por un chaquetón de plumas de color hueso. Reparó en mi a los pocos segundos de traspasar la puerta de entrada y se quedó congelada en el sitio, con la boca abierta y las pupilas de los ojos contraídas hasta alcanzar un tamaño tan diminuto que desde donde yo estaba sólo podía ver el verde de sus ojos. La observé yo también en silencio, ladeando la cabeza curioso mientras, después de conseguir arrancar mi mirada de sus ojos, observaba sus ropas y pertenencias detenidamente. Solté un gruñido y suspiré profundamente antes de hablar. - No puedo creerme que no tengas tú tampoco un paraguas- le dije mientras señalaba ligeramente a la calle, ahora totalmente empapada por la lluvia que no cesaba. Ella seguía ahí, de pie, mirándome de una manera tan extraña como penetrante. Era su mirada de odio fingido mientras apretaba fuertemente los labios el uno contra el otro para no sonreír. Se acercó a mi lentamente, como desganada, y cuando se encontró a menos de un metro de mí sacó su mano del bolsillo de la chaqueta, pero ya lo veía venir. Rápido como el viento lancé mi propia mano hacia delante, cogiendo la suya que ahora formaba un puño y estaba a mitad de camino de mi hombro.
-Esta vez no cuela- le dije sonriendo mientras ella deshacía su puño en mi mano mientras la iba soltando poco a poco, y cuando su mano se hizo palma y mis dedos tocaros los suyos, tiré de ella hacia mí por puro instinto, sin siquiera ser consciente de lo que hacía, y la rodeé con mis brazos como si hiciera años que no la veía. Y es que un mes sin verla, se sentía como un poco más que un año.

Nos quedamos de pie, mirando a la lluvia durante unos instantes. No había forma humana de salir de allí sin mojarse, no había forma humana de acompañarla a casa sin acabar empapados de arriba abajo. Me miró de una forma que no me atrevo a describir con palabras, sus ojos me dijeron tantas cosas en tan sólo esa fracción de segundo, que me sería imposible explicar cada una de las sensaciones que sentí cuando deslizo su brazo alrededor del mio y me asió con firmeza. No me preguntó qué hacía allí, era lista, lo sabía. -Mojémonos- dijo mientras daba un paso adelante y nos hacía exponernos a la lluvia.
La lluvia comenzó a golpear mi cabeza, y las gotas de agua formaban ríos que bajaban por mis mejillas hasta mi barbilla y caían libremente sobre mis pies, los cuales caminaban, a diferencia del resto de toda la gente que nos rodeaba, sin prisa alguna. El ruido del agua al golpear el suelo y los coches quedó en mi mente como la música que acompañaba a la melodía de sus palabras, y aunque estábamos en pleno invierno y poco a poco el frío que entraba por los pies mojados se extendía por todo mi cuerpo, deseé inconscientemente que no dejara de llover.

Quizá nada había salido como yo lo había planeado, pero si ella estaba dispuesta a mojarse para caminar conmigo por las calles de aquella ciudad, entonces es que definitivamente, algo había planeado bien.

((Está escrito del tirón, sin corregir ni releer ni nada. Así me ha salido, y creo que así se queda por hoy.))

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