Yo elegí el cuento de cenicienta, por nada en particular, la verdad...y me resultó divertido desfigurar el cuento a mi antojo. Lo iré subiendo a trozos, para que no sea pesado... o para que volváis al día siguiente ;)
Cenicienta, que así se
llamaba de nombre, pero no de condición, era una muchacha de lo más normal.
Huérfana de madre desde temprana edad, vivía ahora con su madrastra y los hijos
de ésta, pues el padre rara vez estaba en casa porque el trabajo no se lo permitía
y porque ahogaba sus penas en la taberna más de lo que debiera. Tanto la
madrastra como los hermanastros de Cenicienta, sabían que ésta tenía que estar
pasando por un momento muy duro, así que hacían todo lo posible para que se
sintiera bien. Se encargaban de la limpieza de la casa y de cocinar, de hacer
los recados, y animaban siempre a Cenicienta para que saliera a la calle a
vivir experiencias, a sentirse viva. Cenicienta, por su parte, muchas veces insistía
en ayudar a sus hermanastros y su madrastra, no le importaba nada ensuciarse
barriendo o quitando el polvo, es más, se divertía cuando todos lo hacían en
familia.
Un día, el príncipe del reino, fue insistido por sus padres para que realizara un baile para conocer a la chica con la que se casaría. El príncipe no quería, pues le parecía una pésima idea para conocer al amor de su vida, pero accedió para contentar a sus padres. Se organizó el baile, y todas las chicas y mujeres del reino fueron invitadas. Todas con sus grandes vestidos, todas con sus joyas y sus zapatos de tacón, intentando lucir sus mejores rasgos para la ocasión. A Cenicienta, por supuesto, también la invitaron. No tenía especial interés en acudir al baile, pero sus hermanastros y su querida madrastra le insistieron, le convencieron de que al menos sería una bonita distracción y una gran oportunidad para ver el magnífico palacio real. Cenicienta aceptó entre gritos de júbilo de sus hermanastros, pero pronto se dieron cuenta de que Cenicienta no tenía consigo las ropas adecuadas para ir a semejante acto, ni tampoco joyas que se pudieran comparar con las del resto de chicas, ni siquiera unos zapatos de tacón alto. Todos quedaron un poco cabizbajos, lamentándose por no poder ofrecerle a su hermanastra algo mejor, pero de pronto, tras un pequeño resplandor y unas chispas de colores en el aire, apareció un Hado. Era una criatura pequeñita, del tamaño de una mano, con el cuerpo y el rostro de un hombre un poco corpulento, con la barba y el pelo largos. Vestía de azul, y tenía unas alas moradas con motas rosas que brillaban mientras surcaba la habitación volando de lado a lado, desprendiendo polvos de purpurina. Se presentó como el Hado Tomás, el Hado encargado de ayudar a las buenas personas. Miró a Cenicienta de pies a cabeza, asintiendo lentamente y frotándose la barba mientras así lo hacía. Finalmente, chasqueó los dedos y una varita mágica apareció en su rechoncha manita de Hado. Tocó las ropas de Cenicienta con la varita, quedando éstas limpias al instante y sin arruga alguna, después hizo lo mismo con los zapatos planos, dejándolos tan brillantes que se podía reflejar su cara en ellos, y por último le golpeó en la cabeza con la varita, dejándole el pelo limpio y peinado. La verdad sea dicha, Cenicienta era bonita, tenía los ojos marrones claro y el pelo negro y medianamente corto, a lo chico, dirían hoy algunos, lo que resaltaba sus rasgos más finos de la cara y su sonrisa encantadora.
Un día, el príncipe del reino, fue insistido por sus padres para que realizara un baile para conocer a la chica con la que se casaría. El príncipe no quería, pues le parecía una pésima idea para conocer al amor de su vida, pero accedió para contentar a sus padres. Se organizó el baile, y todas las chicas y mujeres del reino fueron invitadas. Todas con sus grandes vestidos, todas con sus joyas y sus zapatos de tacón, intentando lucir sus mejores rasgos para la ocasión. A Cenicienta, por supuesto, también la invitaron. No tenía especial interés en acudir al baile, pero sus hermanastros y su querida madrastra le insistieron, le convencieron de que al menos sería una bonita distracción y una gran oportunidad para ver el magnífico palacio real. Cenicienta aceptó entre gritos de júbilo de sus hermanastros, pero pronto se dieron cuenta de que Cenicienta no tenía consigo las ropas adecuadas para ir a semejante acto, ni tampoco joyas que se pudieran comparar con las del resto de chicas, ni siquiera unos zapatos de tacón alto. Todos quedaron un poco cabizbajos, lamentándose por no poder ofrecerle a su hermanastra algo mejor, pero de pronto, tras un pequeño resplandor y unas chispas de colores en el aire, apareció un Hado. Era una criatura pequeñita, del tamaño de una mano, con el cuerpo y el rostro de un hombre un poco corpulento, con la barba y el pelo largos. Vestía de azul, y tenía unas alas moradas con motas rosas que brillaban mientras surcaba la habitación volando de lado a lado, desprendiendo polvos de purpurina. Se presentó como el Hado Tomás, el Hado encargado de ayudar a las buenas personas. Miró a Cenicienta de pies a cabeza, asintiendo lentamente y frotándose la barba mientras así lo hacía. Finalmente, chasqueó los dedos y una varita mágica apareció en su rechoncha manita de Hado. Tocó las ropas de Cenicienta con la varita, quedando éstas limpias al instante y sin arruga alguna, después hizo lo mismo con los zapatos planos, dejándolos tan brillantes que se podía reflejar su cara en ellos, y por último le golpeó en la cabeza con la varita, dejándole el pelo limpio y peinado. La verdad sea dicha, Cenicienta era bonita, tenía los ojos marrones claro y el pelo negro y medianamente corto, a lo chico, dirían hoy algunos, lo que resaltaba sus rasgos más finos de la cara y su sonrisa encantadora.
El hado le advirtió de que no
debía de llegar más tarde de las 3 de la madrugada, no porque el hechizo se
fuera a romper, sino porque a partir de esas horas era peligroso ya ir por las
calles desiertas, y la madrastra estaría preocupada si no volvía pronto. El
Hado, como último regalo, blandió su varita hacia un ratoncito que tímidamente
miraban desde su escondite en la pared, transformándolo en un caballo esbelto y
fuerte. Contenta de poder asistir al baile, Cenicienta le dio un fuerte beso a
sus hermanastros y su madrastra, y por supuesto también al Hado. Se montó en el
caballo y galopó sin cesar cual amazona durante horas hasta llegar al palacio del príncipe.
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