lunes, 30 de junio de 2014

En el mundo de los cuentos (3)

Cuando despertó se sentía dolorido, todo el cuerpo parecía estar conmocionado, afortunadamente no había nada roto. Había caído por la fosa rodando e impactando con docenas y docenas de rocas y puntiagudos salientes, tenía cortes y magulladuras, pero nada roto... a parte de las ropas, claro está. Estaba cubierto de polvo y lodo, intentando averiguar dónde se encontraba y qué hacía ahí. Tardó aun unos segundos en recomponerse mentalmente y enfocar la situación con claridad. Había caído, cualquier movimiento le producía dolor... pero tenía que continuar, no había nada atrás, y aunque quizá no hubiera nada delante, eso era algo que no podría saber hasta llegar al final.
Pero no tenía fuerzas, la caída había dejado todos sus músculos hechos polvo, el simple hecho de incorporarse contra la pared le supuso dolor y esfuerzo en extremo. Se limpió la suciedad de la cara, al rededor de los ojos, con el interior de su camisa. Estaba todo oscuro, a penas llegaba nada de luz del agujero por el que había caído, a penas se podía ver las puntas de los dedos si estiraba los brazos... y de pronto lo vio, a lo lejos, un punto de luz en la oscuridad, un pinto brillante e inmóvil. Tenía que ser la punta de estrella.

Sin saber cómo, se puso en pie, ahogando el dolor de sus extremidades y torso, ahogando las ganas de dejarse caer y no moverse, de dormirse y no despertar, porque eso era lo único que su cuerpo le pedía en esos momentos. Pero luchó contra todo aquello y avanzó hacia delante, con la mirada fija en el punto brillante que cada vez no sólo se hacía más grande, sino que además parecía emitir calor. Podía sentirlo, calidez que recorría su cuerpo y que poco a poco parecía ir haciendo olvidar el dolor que sufría cada célula de su cuerpo. Eso le dio las fuerzas que necesitaba para seguir andando, para alcanzar la luz al final de la caverna. Cuando por fin tuvo la punta de estrella al alcance de su mano, se quedó parado en seco, contemplando, admirando. Una pequeña punta de estrella que brillaba de forma continua, libre de imperfecciones, libre de todo, pues nunca nadie antes la había tocado antes, él sería el primero, él sería el único. Estiró la mano hacia la punta de estrella, era tan cálida, por un momento temió quemarse, pero no, sabía de alguna manera, por instinto quizá, que aquello no podía quemar. 
La sujeto en su palma abierta, la punta de estrella comenzó a perder brillo, lentamente, poco a poco, como si al contacto con la piel hubiera decidido entrar en un letargo voluntario, y terminó por apagarse del todo, dejando todo en la más absoluta oscuridad.

En el mundo de los cuentos (2)

No era un árbol, era una criatura mucho peor que las anteriores dos, era Oso de la ciénaga, tres veces más violento que un oso de montaña y dos veces más grande. En lugar de pelaje, debido al entorno en el que se habitaban, los osos de la ciénaga tenían una piel parecida a la de una serpiente, salvo que no mudaban de piel. Ese oso era el motivo por el que ya no le perseguían, y fácilmente podría ser el motivo por el que perdiera ahí mismo la vida... pero escuchó atentamente, sin moverse ni un sólo centímetro. En su mano retumbaban los latidos lentos de la criatura, podía sentir también su respiración abrupta, pero acompasada. Estaba dormido. En ese momento tenía la sangre helada y la garganta seca como como una lija, pero aun así no se atrevió a tragar saliva. Retiró lentamente la mano del lomo del oso y, todavía conteniendo la respiración se apartó unos metros, sin poder dejar de mirar a la inmensa y temible criatura. Si se despertaba, quería saberlo de inmediato para comenzar a correr... el mínimo parpadeo, y él ya estaría corriendo como alma que lleva el diablo. Retrocedió un par de pasos más, pero no contó con lo estúpido que era caminar sin mirar donde pisas, sobretodo en aquel valle. Su pie se hundió más de 20cm en la tierra, y aunque consiguió ahogar el grito que quería salir de su garganta, no pudo hacer lo mismo con el ruido de su cuerpo al caer de espaldas sobre el lodo.

Se quedó inmóvil durante un par de segundos, un par de segundos que parecieron una eternidad. No quería moverse, no quería hacer más movimientos o ruidos que pudieran alertar al oso de su presencia... y sin embargo tendría que moverse tarde o temprano, no podía permanecer ahí de por vida, no, porque tenía algo que hacer, y no iba a echarse atrás ahora nada más empezar. Tomó todo el aire que pudo, una inspiración profunda que llenó sus pulmones al máximo y contó para sí mismo.. "una, dos.. y ¡tres!". Se impulsó con fuerza y presteza para ponerse de pie de un salto y comenzó a correr, de nuevo. No le hizo falta girarse para saber que el oso de la ciénaga había despertado, el estruendoso y sonoro rugir de aquella criatura, resonó por todo el valle y más allá. Y era lo único que se oía, pues el resto de seres vivos había enmudecido al advertir que la bestia había despertado.

Esta criatura no era cómo las anteriores, esta criatura tenía tal fuerza es sus extremidades que corría con facilidad a mayor velocidad que un humano. A penas tardaría un minuto en alcanzarle, no más. Y eso si tenía suerte y no caía en ningún agujero primero o tropezaba con algo. Pero no podía mirar atrás, y no podía dejar de correr y correr... las zancadas fuertes del oso de la ciénaga eran cada vez más ensordecedores, cada vez se sentía más cerca... casi podía sentir su aliento en la nuca. Eso debía ser el fin, no podía creerlo... en qué momento había pensado que podría lograrlo, en qué momento había pensado que él, un sólo humano, podría haber completado semejante misión. Sonrió para sí mismo cuando se contestó en la mente. "¿Y qué otra cosa podía hacer si no?".
Y entonces cayó. Sintió que no hacía pie en el suelo, que su cuerpo perdía apoyo y se precipitaba hacia delante...


domingo, 29 de junio de 2014

En el mundo de los cuentos (1)

En lo más alto de la montaña, junto al árbol solitario que oteaba el horizonte mientras el viento hacía bailar sus hojas al son de una música que nadie más podía oír. Ahí estaba él, con la mirada perdida en el infinito, fija, seria, con determinación.
Había perdido algo a lo que no se le podía dar valor, había perdido algo que era tan importante para él como lo era el aire que respiraba en ese momento. Había perdido, o más bien, había dejado que se perdiera, la única persona capaz de hacerle cambiar, de salvarle de sí mismo, la única persona con la que no imaginó que escribiría la palabra "final".
Y por eso estaba ahí, en lo alto de la montaña sagrada, escuchando la melodía de las hojas del árbol solitario, escuchando cómo musitaban la canción para él, sólo para él. Una canción lenta y llena de pesar, una canción susurrada en un silbido, una canción que no prometía nada, y sin embargo para él lo era todo.
Tendría que encontrar las cinco puntas de estrella, forjar el colgante de Luz con ellas en las fraguas del Volcán Eterno, y unirlo a la cadena de hilo de Plata de Saharí, que era el hilo que tejía la reina araña de las tenebrosas cuevas del sur. 

No tenía ni armas ni armadura, no tenía ni caballo ni comida. No tenía más mapa que su intuición, ni más certeza que la de no poder volver atrás. Lo único que realmente llevaba con él, era una pulsera, hecha con diferentes colores, con todos y cada uno de los colores del arcoiris. Y con sólo eso, con nada más, se dirigió hacia el valle muerto de Argtán, al norte de las tierras prohibidas, donde en algún lugar, entre fosas, barro y ciénagas, se encontraba la primera de las puntas de estrella. 
Caminar por aquellas tierras era un esfuerzo incalculable, cada paso se hundía en el barro y pesaba más del doble, cada paso era una cuestión de azar, donde en un segundo podías caer en la ciénaga del olvido o ser devorado por un Gazhtrag. Pero ahí estaba él, caminando sin descanso, sin mirar atrás, con la mirada siempre puesta al frente y sin cuestionarse ni una sola vez si debería volver a casa.

A penas llevaba caminando por el valle un par de kilómetros cuando lo escuchó. Entre las pútridas ramas de los arbustos que se atrevían a vivir en aquel lugar, un ruido rítmico, como un castañear, pero muy veloz. Era difícil averiguar de dónde provenía exactamente el sonido... ¿De la derecha? ¿De la izquierda? No... de ambos lados. En una fracción de segundo los Gazhtrag se avalanzaron hacia él. Eran criaturas horribles, con el cuerpo ágil de un gato pero la cabeza grande y peligrosa de un lobo. El sonido que se escuchaba antes de que atacaran, era el sonido que hacían sus 4 filas de dientes chocando unos contra otros mientras masticaban aire. Sin armas era un suicidio enfrentarse a los Gazhtrag, y correr hacia delante sin detenimiento y sin mirar dónde ponías el pie, podría ser incluso peor... pero no tenía otra opción.
Empezó a correr por la ciénaga, era un chico joven y ágil, y no llevaba equipaje. Se movía con gran velocidad, y dado el desproporcionado tamaño de la cabeza de los Gazhtrag, estos no podían correr tan rápido como un felino, aunque sí tanto como un humano. Corrió en linea recta, sin mirar ni un segundo atrás, corrió clavando los pies en el suelo con fuerza para no caer, salpicándose y manchándose a cada paso que daba. 

Seguía escuchando a los Gazhtrag detrás de él, pero cada vez a mayor distancia. Siguió corriendo durante un kilómetro más... hasta que dejó de escuchar. Paró en seco a tomar aire, a respirar durante un momento, y advirtió que ya no le perseguían. Pensó que no habrían podido seguir su ritmo, que se habrían cansado de seguirle. Se apoyó con una mano en un tronco de árbol que se erguía a su lado, un árbol con una corteza muy áspera... Y de pronto, como te golpea una realidad terrible, se dio cuenta de que no habían dejado de seguirle porque estuvieran cansados, y que aquello... tampoco era un árbol.