A veces los días traen momentos difíciles de explicar. A veces, esos momentos pueden significar mucho después, o simplemente quedar como un recuerdo maravilloso. Pero de eso no va esta breve historia que retrata uno de esos momentos. Habla únicamente del momento en sí... fuera real, soñado, o por un loco inventado. =)
Hacía tiempo que las doce de la noche habían quedado atrás. La ciudad estaba tranquila, tan tranquila como puede estarlo Madrid un día entre semana cualquiera a las tantas, y aunque el cielo estaba oscuro como una manta azul marino, las farolas y los fugaces coches que circulaban por las calles iluminaban con más que suficiente claridad.
Caminaban uno cerca del otro, sin prisa y sin mirar atrás, sin tener en cuenta la distancia a recorrer, a veces sin siquiera saber si iban en la dirección correcta. Caminaban escuchando canciones que significaban algo, cantando letras que lo mismo te hacen llorar que te hacen soñar. Caminaban, juntos, cogidos de la mano... y se acababan de conocer.
Sonaba una de esas canciones especiales que sólo de empezar a escucharlas empiezan a erizarse los pelos de tu piel, una de esas canciones que saben a luna y estrellas, a fuego y hielo. Y entonces, entonces ella apoyó la cabeza en él mientras le abrazaba, sonriente, sin previo aviso ni motivo aparente.
Él no dijo nada, simplemente deslizó su otra mano rodeando sus hombros y la apretó con cuidado contra él, inclinando la cabeza hacia la suya y besando su alocada cabeza. Ni siquiera sabía por qué, pero era lo que le había nacido hacer en ese instante. Ni siquiera sabía por qué, pero en el cielo comenzaron a verse estrellas.
Caminaron largo rato, sin contar ni los pasos ni las sonrisas, de tantos que eran, de tantas que había. Caminaron sin separarse en todo el camino, sin parar hasta llegar a su destino. Pero tenían que esperar. Se sentaron en un banco cercano y suspiraron cansados. Ella se echó sobre su regazo, sin preguntar, de nuevo sin avisar... y de nuevo a él le nació actuar, sin saber por qué, así. Comenzó a acariciar su espalda, dibujando sinsentidos en en su camisa, pasando los dedos por las costuras del cuello, rascando la piel en su nuca, deslizando sus dedos por entre su pelo, sólo para después volver a su espalda y volver a dibujar algo completamente distinto. Ella, por ser ella, le había hecho sonreír. Y él, por ser él, en silencio le prometió un recuerdo imborrable en el papel.
Y se acababan de conocer.
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