Para cuando quiso darse cuenta, era tarde. Habían pasado ya varios días, varias noches, y su presencia, aunque fuera en la distancia, había quedado amarrada a su mente como un barco al muelle en un día de tormenta. Y menuda tormenta.
Los sentimientos caían en torrente y se entremezclaban unos con otros, agitando las aguas ferozmente, agitando su corazón hasta tal punto que confundía.
¿Por qué le resultaba tan fácil algo que le causaba tanto dolor? ¿Por qué nunca se echaba atrás, por qué su razón nunca ganaba el pulso al corazón?
La respuesta, al final del día, era tan sencilla como estúpida. Porque todo lo que ella le hacía sentir, compensaba todo el dolor que pudiera sufrir. En esta vida y en cien más.
O al menos eso pensó él a gritos, mientras en un susurro salía otra grieta en su corazón.
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