jueves, 19 de febrero de 2015

Existe, pero no es real.

Escuchó el tranquilo respirar que de pronto pudo sentir a su espalda, pero no se giró. La habitación parecía estar prácticamente vacía, no había más muebles que la austera silla de madera en la que estaba sentado. Ni estanterías, ni mesa, ni cuadros, nada. Y sin embargo, estaba llena.

-No te giras. ¿Por qué?- preguntó ella acercándose y pasando sus delicados dedos por el respaldo de la silla. Un pequeño silencio intentó hacerse hueco en la habitación, pero marchitó veloz como una rosa en el desierto.

- No tengo motivos. Sé quién eres sin girarme, sé como es tu rostro sin verlo, sé cómo brilla tu mirada sin cruzarla con la mía...- hizo una pausa y sonrió con una pequeña mueca de dolor - y además sé que no eres real. Así que, ¿por qué me debería girar?- preguntó mientras subía su pierna derecha a la silla, quedándole la rodilla a la altura del pecho, inclinándose para apoyar su barbilla en la misma cómodamente. El silencio volvió a intentar colarse y, otra vez, no fue más que una estrella fugaz.

Ella rió. Resultaba tan encantadora, siempre, pero sobretodo cuando se le veía divertida y feliz. 

- Eso es una tontería, en el momento en el que me hablas, estás aceptando mi existencia- contestó sin moverse del sitio, reposando ahora su mano en el respaldo, a muy pocos centímetros de su cuello, de su piel. Podría haberle rozado, y no tenía ninguna duda de que él se habría estremecido. Pero no lo hizo. Así no.


Él suspiró y se frotó las sientes con una mano. 

- Veo que todavía no quieres entender qué eres y qué no. Existes, porque yo te hago existir, pero no eres real. Un sueño existe porque alguien lo sueña, pero no es real, no se materializa, no ocurre, no tiene vida propia, y por lo tanto no es real- dejó que las palabras flotaran en la habitación y empaparan el ambiente, como si esperara que eso fuera a transformarla-. Pero podrías serlo, podrías ser tan real como el aire que me mantiene vivo cada minuto. Podrías ser todas las cosas del universo, podrías ser tan real que el resto de la realidad pareciera un mero sueño. Pero ya sabes que no depende de mí- tragó saliva, le supo amarga, como si esas últimas palabras hubieran intoxicado su voz.

Ella frunció el ceño, y apretó los labios con enfado. 

- Pero ¿por qué? ¿Por qué tengo que seguir siendo sólo esto? ¿Por qué no me dejas cambiar y empezar a ser algo real? Sabes que si dejar... 

Pero él no le dejó terminar de hablar. Se giró de golpe, con decisión, y le cogió por la mano, tirando de ella y poniéndola justo enfrente de él, a centímetros, tan cerca como nunca se había atrevido a tenerla. Podía ver cada uno de los surcos que recorrían su cielo azul, cada uno de los rayos que formaba ese sol. Qué digo ver... podía sentirlos en el calor de su propia piel. Estaba tan cerca que podía sentir el latir de su pecho en el aire, y acompasó entonces el suyo propio, dejando que ambos hicieran una silenciosa canción. 

- Nunca. Nunca vuelvas siquiera a intentar decirlo, a insinuarlo o siquiera a pensarlo. Es algo sobre lo que tú no tienes ningún derecho a opinar. Es sólo decisión mía, mía y de nadie más- le aguantó la mirada, se la aguantó como no lo había hecho nunca.


- Pero si duele, ¡nos duele! ¿por qué? Maldito seas, ¿por qué?- le espetó ella a punto de echarse a llorar.


Él cerró los ojos y respiró en un temblor, dejando rodar por sus mejillas las lágrimas que tanto le pesaban en su interior. Abrió los ojos, empañados y brillantes, tan cargados de amor que todo lo que llenaba la habitación parecía nada en comparación. 


- Porque es mi todo, y dejaría de ser yo. Y si dejo de ser yo, tú dejarás de existir, y nunca te harás real. Nunca, ¿lo entiendes? Nunca, y con eso yo... no podría vivir- se inclinó lentamente y en silencio para darle un beso en la mejilla, con cariño, con amor. Ella pasó su mano por la mejilla, sintiendo en sus dedos la lágrima que había quedado atrapada en los labios de él justo antes del beso. Y en ese momento, sintió su dolor, su dolor y su dicha, y nunca, nunca más le insistió.

Desapareció como había aparecido, dejando en la habitación nada más que la silla de madera, a él, y aquello que la hacía estar llena. Cuando se hubo ido, él volvió a sentarse, miró al lugar en el que la acababa de besar y murmuró:


- Ojalá pudiera hacerte feliz.




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