Cogí el papel y el bolígrafo como si hiciera años que no los cogía, como si fuera algo nuevo que no supiera cómo utilizar. Sabía que tenía que escribir, que tenía que escribirle. O más que saberlo, lo sentía. Me ardía el pecho, y no sabía si era de rabia o de amor; tenía la sangre helada, y no sabía si era de miedo o de dolor. La hoja estaba en blanco, y mientras la observaba con los ojos perdidos más allá del papel y del mundo, sentía como se revolvían dentro de mí todas las emociones sin forma definida que me habían asaltado tras la última conversación. Qué sensación tan incómoda la de no ser capaz de escribir.
Pero entonces sucedió, mi mente se perdió en los recuerdos, en el amor, y cuando cerré los ojos y la recordé sentada en mis piernas, en el banco de aquel parque, acercándose lentamente a mi oreja... para susurrarme el primer "te quiero" que nunca iba a olvidar, ahí rompió todo. Rompieron las lágrimas y con cada una nacieron a borboten miles de palabras para escribir. Parecía como si fueran las propias lágrimas las que cargaran las palabras que me nacían de dentro, como si al rodar por mis mejillas se deshacieran en mi piel dejando salir a volar mis sentimientos. Y en ese momento, en ese momento lo escribí:
"Te quise, te quiero, te querré."
Y no necesité escribir nada más. Porque entendí que el resto de palabras que pudiera poner, serían sinsentidos, serían sólo aproximaciones a la verdad. Y no necesité escribir nada más, porque todo lo que escribiera sería como beber para olvidar.
Y no necesité escribir nada más... porque... ¿Cómo escribir en un papel lo que te querría contar en una vida entera?
Y como todas las demás, aquella carta ardió en llamas.